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Saber o creer

Actualizado: 25 jul 2020



Son frecuentes los discursos sobre cosas que no se saben pero que se creen, y también los discursos sobre cosas que no se creen a pesar de que se saben. La expresión «no creo que esto sea así» da mucho que pensar. En definitiva, criticamos el relato que gira alrededor de las creencias no siendo importante para el mismo saber, sino creer.


Al orador que dice «creo» o «no creo en esta idea» para defender o atacar algo; le parece estar diciendo algo interesante. Por ejemplo, el líder de la agrupación política Unidas Podemos dice la palabra «creo» prácticamente al inicio de cada frase, dando por hecho que la creencia pueda significar por encima del saber para sus votantes. También podríamos pensar que no es más que una muleta retórica, una forma de caer en gracia no resultando impertinente o pedante, pero, puestos a pensar mal, que en principio es lo que se tiene que hacer, parece más un placebo intelectual de masas que otra cosa; un exceso de complacencia intelectual bastante sospechosa. Cuando un discurso se imparte desde el saber de un orador, y ese saber está equivocado, el discurso tiene la calidad apropiada para provocar un debate. Pero si el discurso comienza por la palabra «creo», si las ideas que se comparten son ideas equivocadas, no se podrá debatir con el orador porque han sido las creencias, y no las reflexiones, las que han colocado al orador donde está. Todo lo que el antagonista pueda objetar sobre lo que haya escuchado no tendrá ningún efecto en el protagonista debido a la impermeabilidad reflexiva del mismo. La creencia no piensa, sino que engulle afirmaciones que serán defendidas desde el dogma y la falacia argumentativa. La creencia no puede com- prender otras ideas que sean capaces de destruirla, ya que «comprender» no forma parte de su naturaleza.


¿Cuál es el discurso más difícil? El que está dirigido a personas que creen y, por lo tanto, no piensan, o bien personas cuyas decisiones en determinado asunto han sido tomadas a través de ideas adquiridas, creí- das, asumidas, por intereses personales, de partido, etc. Ahí el nivel dialéctico del orador tiene que ser extraordinario, ya que hablamos de cambiar creencias por reflexiones.


Miremos la perversión de la creencia en determina- dos oradores. La creencia solo sobrevive a través del dogma, pero, paradójicamente, solo la creencia puede jugar el rol de la manipulación con una apariencia pretendidamente «tolerante». El que sabe algo, aunque esté equivocado, no se camufla en la exposición. Se entrega completamente en tono afirmativo exponiéndose a la crítica de su antagonista y desvelando honestamente el camino reflexivo que hizo hasta llegar a su conclusión. Cuando estáis en un coloquio o en una conversación laboral cuya base es la disputa, que alguien comience su discurso diciendo «Bueno, yo creo que...» hace que los oídos del mal contrincante se calmen, ya que directamente el orador está insinuando que lo que va a decir es una opinión y que no intenta imponerla como afirmación objetiva y universal. La suelta, pero no la impone. Lo perverso de este juego es que quien habla de creencias lo que esperará es que tú también hables de las tuyas. Si os hablan desde lo subjetivo, no vendrá a cuento hablar de lo objetivo porque elevar el nivel de conversación, que es lo que se tiene que hacer saliendo de lo personal, será de mal gusto, juzgado de prepotencia y de insolencia argumentativa. Si alguien contestase a este tertuliano «lo que tú creas no es relevante» o bien «si lo que vas a compartir son creencias, mejor no compartas nada» o por último «tus creencias son lícitas, ya que son personales, y por lo tanto no tiene sentido discutirlas a nivel objetivo», seguramente esta persona sería tachada de insolente. Es una de las estrategias de la apología de la ignorancia. Señalar negativamente al que muestra que alguien no sabe, sino que simplemente cree.


Otra trampa que la creencia tiene es que no crea debate, o, si lo crea, será una falsedad. En primer lugar, porque debatir creencias reflexivamente es materialmente imposible, ya que las bases de la conversación no tienen fundamento sino dogma. Se puede debatir a través de supuestos, de la imaginación, la ilusión y otras creencias, pero nada más. Eso no sería un debate sino una escena histérica. Esto se podría interpretar como no aceptar que la religión, a cuya constitución general y erradamente se le atribuyen nada más que creencias, no pudiera tener debates basados en la argumentación reflexiva. Hay muchas evidencias de que esto no es del todo así, como el debate entre Rowan Williams, en la época arzobispo de Canterbury, y el biólogo británico Ricard Dawkins. Otro caso que nos muestra cómo la reflexión no es excluyente, en función de quién piensa y desde dónde, se refiere al considerado como «padre de la teoría del Big Bang», el cura católico Georges Lemaitre, al ser el primero en reflexionar sobre la teoría del átomo primigenio o el huevo cósmico. Con esto lo que queremos decir es que, cuando un religioso cuyo discurso está basado en las creencias se siente fuera de este método, lo hace no porque la religión tenga que basar forzosamente su discurso en creencias, sino porque «la persona» así lo hace. Si alguien asumiera el reto de hablar sobre la existencia de Dios, tendría que hacerlo lo más objetivamente posible. Si no, su charla sería más un sermón (lícito, claro está) que una oratoria en el sentido en el que la describimos aquí. En segundo lugar, como motivo de perversión de la creencia, decimos que la creencia no crea debate porque todo lo que pertenezca al campo de lo personal, por serlo, es respetable. O sea ¿qué nos tiene que importar que alguien diga que la teoría sobre el cambio climático es falsa si lo asume como creencia? Las personas, en su condición de seres librepensadores, pueden pensar lo que quieran. ¿No es así? Otra cosa es que dijera que «sabe» que la teoría es falsa y lo imponga como realidad objetiva, o bien que diga que «cree» que es falsa, pero que, maliciosamente, su retórica no actúe como que lo «cree», sino como que lo «sabe» y, con eso, insinúe que todos los demás están equivocados. Una característica de la creencia es que no deja lugar para la duda. En la reflexión, sin embargo, siempre hay duda y lugar para el debate.


El tema se complica un poco cuando algo que es una creencia se comparte como un saber incluso cuando el inicio de frase dice «yo creo». Creer, solo necesita creer el que no sabe. Cuando se sabe ya no hace falta creer. Una vez le preguntaron a Carl Gustav Jung: «¿Cree usted en Dios?» y él contestó: «¿Creer? Yo no creo, yo sé». Al margen de que lo que estuviera diciendo fuera verdad o falso, lo inteligente de la entrevista es que Jung no dejó paso al discurso personal al no asumir la creencia que le imponía la pregunta del entrevistador. ¿Pero qué ocurre con los discursos sobre creencias que no asumen el saber de esta (obviamente) y, por lo tanto, aquella creencia se transmite como dogma? ¿Estaría hablando Jung de un saber apoyado solamente en creencias? ¿Cómo se abordaría ese debate? ¿Fueron los argumentos de Jung poco científicos?


Hace unos días el presidente de una gran multinacional decía: «El tiempo no es más que un paso por las cosas». Cuando la creencia es colectiva, podemos hacer un discurso cargado de adornos y retóricas inconsistentes que poca gente discutirá. Y daríamos por hecho que la frase «el tiempo no es más que un paso por las cosas» podría responder sin más problema a la pregunta en Ser y tiempo. «¿Es acaso el acontecer de la historia solo el aislado transcurrir de la corriente de vivencias en los sujetos individuales?». Suena a que algo no está bien visto. Nos podemos creer las afirmaciones sin más porque es lo que más nos apetece o interesa, pero eso no sería riguroso.


Ahora bien, la historia nos cuenta que el problema de un discurso cargado de creencias no es que no vaya a resultar veraz, que no pueda ser dicho desde el liderazgo y conseguir objetivos insospechados. El problema lo plantea el momento presente. Hace diez años podíais salir al atril con un recuento anecdótico empresarial bien conjugado y convencer al oyente de vuestras afirmaciones. Hoy ya no basta con convencer. No basta con contar historias que antaño funcionaban. Hoy ya no le podemos pedir a los equipos un 30 % más de facturación a través de artilugios de seducción y creencias, porque lo que las personas quieren, lo que en verdad están viviendo, es un discurso de acuerdo con una revolución total de valores. Nada de lo que la palabra decía sirve ya. Incluso si las artes de interpretación e improvisación son buenas, si lo que vais a decir no tiene carácter de novedad, lo que digáis caerá en un pozo sin fondo. Un orador es un librepensador y ya no se puede permitir el lujo de que le impongan la palabra. Tiene que defender sus ideas, las de su proyecto y su compañía, conviviendo todas en un mismo lugar de reflexión con la máxima congruencia. Nos desesperamos con los políticos actuales creyendo que son «malos» sin darnos cuenta de que lo que está fallando es el discurso global. Como decimos, no es que el discurso falle a nivel local, sino que la obligación de creatividad que vive la palabra es una obligación global, tal y como estamos viendo. Serán aquellos políticos que ofrezcan ideas revolucionarias los únicos que estarán, aunque puedan no gustar, en el discurso del líder. Aquí, ahora, lo personal queda a un lado. No es a un «me gusta» de Facebook a lo que apuntamos. Quiero decir que, guste o no guste el mensaje, lo que calará hondo en cualquier sociedad empresarial, será todo lo que rompa con un antiguo modo de pensar y hacer que ya no está sirviendo para nada. Los antiguos modos de pensar no van a poder comprender la innovación del futuro y, por lo tanto, el orador tendrá que aprender a pensar desde un lugar distinto al de las antiguas ideas.


Dejo claro entonces que nos salimos del dogma de la ciencia, indicando que no son solo dignos de ser dichos los discursos que han observado, formulado y comprobado, sino además aquellos cuya permanencia esté en la intuición. El Dircom, por ejemplo, ya ha cambiado las líneas de oración apropiándose como nunca de su palabra en el atril e imponiendo los mensajes que más se aproximan a su liderazgo bajo este manto de la revolución, tanto en la palabra, como en la acción. Por eso hoy la veracidad podría tener apariencia de falsedad y viceversa. Inaki Gabilondo decía en una entrevista con Ignacio Escolar que jugar limpio en periodismo significa dejar claro cuando se transmite algo que «es», a diferencia de cuando se transmite una creencia o algo que «gustaría que fuese», y no es tarea fácil averiguar qué de todo lo que creemos que sabemos «es», o, simplemente, se «cree que es». Y finaliza diciendo el también periodista Escolar: «saber qué es un dato, qué una opinión y qué un deseo».



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